Quiero unos
zapatos granates, de este tacón y con un caballito de adorno.
Meli Escribano tenía una preciosa melena rubia y ondulada,
era alta, era guapísima, y sin saber por qué, apareció en mi clase, ¡Pero si
era de las mayoronas! No, ahora era de las repetidoras. Pero seguía siendo
rubia, alta y guapa,… yo creía que todas queríamos ser como ella.
Llegó la primavera y Meli Escribano estrenó zapatos.
Unos preciosos zapatos granates, de tacón
y con un caballito de adorno. Después de ella, al menos otras cuatro o cinco
niñas estrenaron los mismos zapatos.
Y así me presenté en casa un día. Quiero unos zapatos granates, de este tacón, y con un caballito de
adorno.
¿Por qué quería esos zapatos? Yo no pensaba, yo quería esos zapatos. Con trece años, yo era la Armada Invencible a
la conquista de los zapatos. Fuerte, poderosa, implacable, certera,
inquebrantable, imperturbable (y con la verdadera fe de mi lado), ¡la batalla
estaba ganada!
“Tú no eres Meli y no los necesitas”. “Los elementos”
acabaron con la Armada. Allí mismo, en ese momento, ¡zas, zas! Hundida,
arrasada, aniquilada,… la Armada Invencible desapareció en el mismo instante en
que pidió los zapatos.
La Armada
protestó, lloró, suplicó, prometió, pero la única arma con que contaba era
“porque Meli los tiene y se los van a comprar todas”. “Los elementos” dieron
por finalizada la batalla y la Armada tuvo que retirarse a su cuarto a hacer
los deberes.
Quisiera recordar que aquellas horas de reflexión
fueron fructíferas y que saqué conclusiones brillantes… Pero no, pasé meses
reconstruyendo mis naves, planificando estrategias, estudiando a “los
elementos”, y ¡Sí! ¡Los conseguí! ¡Unos horrorosos mocasines de invierno! Pero
eran granates.
Larga y dura fue la reflexión. Durante los largos
meses de ese invierno y los siguientes en que tuve que gastar aquellos zapatos
incombustibles, efectivamente, supe que
no lo conseguiría. Que para cuando quisiera juntar mi paga e ir a comprarlos,
ya los habrían vendido. Que el color granate pegaba fatal con toda mi ropa, y
que nunca sería como Meli.
Metida en aquellos zapatos horas y horas intentando
desgastarlos lo antes posible, tuve
tiempo, mucho tiempo para valorar si había merecido la pena aquella lucha. Lo
más evidente fue aprender que por vestir con la misma ropa, no llegarás nunca a
parecerte a nadie. Ni mucho menos a ser como nadie. Lo peor fue enmendar el
error cometido: meses de lucha, años de carga, todo por un capricho, por
tozudez, por querer conseguir lo mismo que tenía otro. Por no pensar y decidir
qué es lo que yo necesitaba o quería realmente.
¡Ay! Y es que los zapatos son como las decisiones en
la vida. Tienes que tomar tu decisión, la que necesitas en cada momento, la que
te conviene, la que se ajusta a ti, y la que mejor te sienta. Los zapatos de
Meli eran para ella, eran sus zapatos y su vida, no los míos.
Cuando veo el tiempo que tardé en deshacerme de
aquellos zapatos horribles que nunca habría elegido si no me hubiera encaprichado
de los que no debía, más me convenzo de que ya bastante me equivoco yo sola,
como para equivocarme por mirar a otro. Y es que a todos nos toca dar pasos
distintos aunque sean por los mismos caminos.